Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Amado Osorio y Zabala, explorador

«Fui perseguido por comer vegetales y por dormir vestido»

Este médico vegadense, nacido en 1851, exploró la parte norte de Guinea, participó en la guerra de Cuba y contribuyó a fundar el Instituto Ruber, donde investigó enfermedades de la piel.

Debo a mi amigo y tocayo Ignacio Martínez el conocimiento de la sugestiva figura de Amado Eugenio Osorio y Zabala, médico y explorador, natural de Vegadeo. Realmente, Osorio y Zabala es hombre poco conocido, como ocurre con otros tantos asturianos que han desfilado por estas páginas. Y, sin embargo, como escriben sus paisanos de la Asociación Filatélica Vegadense Río Suarón, que el pasado año, con motivo del ciento cincuenta aniversario de su nacimiento, propusieron dedicarle a su persona y recuerdo un tríptico especial con matasellos, Osorio y Zabala fue «un vegadense inquieto, emprendedor, que llevó a lo más alto el nombre de su villa natal y de su patria. Un lugareño del que nosotros somos los menos indicados para escribir sobre él, pues creemos que basta con leer su dilatada y fructífera vida para hacerse uno cargo de la inmensidad de su trabajo y logros obtenidos». No obstante, los propios miembros de la Asociación Filatélica Vegadense Río Suarón se quejan de que el convecino ilustre sea un desconocido en el propio Vegadeo. Mucho más desconocido es, naturalmente, en el resto de Asturias. Para mi sorpresa, el nombre de Osorio y Zabala no figura en ninguno de los libros de Lily Litvak, muy bien documentados y muy bien hechos, sobre los viajeros y exploradores españoles del siglo XIX. Pero ni en «Geografías mágicas», ni en «El sendero del tigre», ni en «El ajedrez de las estrellas», hemos encontrado rastros del viajero asturiano. De haber sido inglés, otra sería la fama de nuestro paisano. Pero no es hora de lamentaciones, sino de conocerle. De los exploradores españoles en Guinea, sólo el nombre de Iradier ha llegado al gran público. Pío Baroja habla mucho de Iradier en sus memorias y en diversos ensayos y artículos, pero me ha decepcionado un poco comprobar que no se refería al explorador (sobre quién un novelista tan dado a la aventura como don Pío pudo haber escrito páginas memorables), sino al músico. A Baroja le impresionaba que Bizet hubiera copiado del vasco Iradier algunos fragmentos de «Carmen» y sin duda le gustaba mucho «La Paloma», su canción más popular. Cuando Baroja vino a Oviedo, en busca de las huellas del paso del general Gómez, escuchó a la criada de la fonda, que cantaba: «Ya se va la paloma...».

Amado Eugenio Osorio y Zabala en la actualidad reside en Madrid, ejerciendo su profesión de médico, principalmente en el Instituto Ruber, aunque sin haber perdido, de ningún modo, la vinculación con su Vegadeo natal, al que le unen lazos de distinto tipo.

—Figúrese usted, Noriega. He recibido numerosas condecoraciones españolas por mi labor en África y en Cuba, y soy caballero de la Legión de Honor Francesa. Pues bien. Al lado de todas esas distinciones pongo el obsequio que recibí de mis paisanos cuando me hicieron socio de honor de la sociedad recreativa La Tertulia, de Vegadeo.

—¿Usted nació en el mismo Vegadeo?

—O en la Vega de Ribadeo, como se decía entonces, el 6 de septiembre de 1851. Mis padres eran Antonio Osorio Bermúdez y Francisca Zabala Pérez-Vizcaíno. Al día siguiente recibí el bautismo en la iglesia parroquial de San Esteban de Piantón, de manos del presbítero don Juan Alonso Graña. Mis padrinos fueron mi abuelo paterno, don Pedro Zabala, y doña Escolástica Allande Valledor.

—Sus apellidos no parecen ser de la zona de Vegadeo.

—En efecto, no lo son. Por parte de padre procedo de la casa de los Osorio de la Puebla de Burón, casa que se remonta a la Reconquista, y por la materna de la familia vasco-francesa de los Zabala, que se instalaron en la Vega de Ribadeo como fabricantes de curtidos en el siglo XVIII.

—¿Dónde hizo sus estudios?

—En varios lugares. Primero en Oviedo, y más tarde en el Instituto Provincial de Lugo, de donde pasé al Colegio Fonseca de Santiago de Compostela, para obtener con nota de sobresaliente el título de Bachiller en Artes por la Universidad literaria compostelana, en el mes de junio de 1869.

—¿Y después?

—Marché a Madrid, para cursar los estudios de Medicina y Cirugía en la Universidad Central, licenciándome como médico en 1877.

—Dio bastantes vueltas siendo estudiante.

—No crea. Otros muchos conocidos y colegas visitaron en algunos casos hasta media docena de universidades antes de licenciarse. Yo empecé en Madrid y terminé en Madrid, y todo ello para regresar a mi pueblo. Figúrese qué perspectivas más modestas eran las mías.

—¿Y qué hace en Vegadeo?

—Ejercer la carrera de medicina, lisa y llanamente, sin más pretensiones. También, si el caso lo requería, ayudaba a los necesitados.

—O sea, que es usted médico de los que dejan el duro debajo de la almohada del enfermo.

—No siempre podía dejar un duro, que era dinero, pero dejaba lo que podía. En aquella época, en Vegadeo, y para qué vamos a decir sólo en Vegadeo, en toda Asturias, había mucha necesidad.

—¿Qué le impulsó a abandonar Vegadeo?

—Pues un alcalde, sí señor, un alcalde. Indalecio Arango, por más señas.

—¿Le apoyó de algún modo para que iniciara sus exploraciones en África?

—¡Ja! ­exclama Osorio y Zabala, y lanza a lo alto una gran risotada sarcástica­ ¿Usted sabe adónde puede llegar un alcalde en funciones de bestia negra?

—¡Claro que lo sé, don Amado!

—Ese Indalecio Arango, si de él hubiera dependido, me habría entregado al tribunal del Santo Oficio para que me llevaran a la hoguera. Por suerte, entonces ya no había Inquisición, pero había inquisidores peores que Torquemada.

—¿Arango uno de ellos?

—Desde luego.

—¿Por qué la tomó con usted?

—Por mi modo de ejercer la medicina, acusándome de no recetar medicamentos, sino recetas de herbolario. Por este motivo, no sólo me prohibió el ejercicio de mi profesión, sino que clausuró la botica de mi buen amigo y colaborador Vicente Flórez. Por si esto fuera poco, fui acusado por él de alimentarme de vegetales, de pasar largos períodos de tiempo sin tomar líquidos, de realizar largas caminatas por los alrededores de Vegadeo, y de dormir vestido./p>

—¡Caray!

­—Pues así fue. Ahora dígame usted qué puede importarle a un alcalde qué como, qué bebo y cómo duermo.

—Es verdad.

—No hay cosa más peligrosa en el mundo que un alcalde prepotente, capaz de creerse caudillo y señor de personas y haciendas.

—Estoy en todo de acuerdo con usted, y creo que al menos ciertos alcaldes de la tendencia de este Arango deberían estar controlados por los Juzgados de guardia y por la Guardia Civil.

—Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, y como la situación económica de mi familia me permitía resistir, me dediqué a estudiar en libros las regiones del norte de África, y a aprender las lenguas inglesas, alemana y árabe, además de perfeccionar la francesa y la italiana, que ya conocía. Y de tanto leer sobre África, me animé a recorrerla y a estudiarla sobre el terreno, y para ello me puse en contacto con varias sociedades geográficas británicas, las cuales aceptaron financiar mi proyecto de expedición al norte de África a cambio de que me hiciera ciudadano del Reino Unido; a lo que contesté, en una carta fechada en 1882, que «para sufrir privaciones, los dolores y peligros de una expedición, no necesitaba ser inglés, y si del viaje resulta gloria, la quiero para mi patria».

—De modo que se cerró una puerta.

—Pero abrí otra, formando parte de la Sociedad de Africanistas y Colonistas, junto con Joaquín Costa y Francisco Coello, a la que contribuí con la respetable suma de cinco mil pesetas, que fue una de las mayores cantidades aportadas. A través de esta sociedad me uní a la expedición de Manuel Iradier a África. Después de reunirnos Iradier y yo en Barcelona, zarpamos de Cádiz el 2 de agosto de 1884, desembarcando en Fernando Poo tres meses más tarde. Las escalas, cuarentenas y aduanas retrasaron mucho nuestro viaje, y para que no se terminaran los problemas, Iradier enfermó al poco tiempo de estar en África. Entonces, por no perderlo todo, Montes de Oca, gobernador de Fernando Poo, y yo decidimos continuar la expedición por nuestra cuenta, recorriendo los ríos Benito, Laña y Noya, en el continente. Montes de Oca enfermó también, en 1886, por lo que hube de seguir yo solo, con los porteadores y cuatro fusiles, la exploración de la parte norte de la Guinea, desde río Campo hasta doscientos kilómetros de la costa. Durante este viaje visité las tribus de los Bijas, de los Vicos, de los Iko Itenu, de los Bujebas y de los Budemus, entrevistándome con un total de noventa y cuatro jefes de tribu, y recorrí un territorio de más de trece mil kilómetros. Gracias a ello, la soberanía española sobre Guinea pudo sumar catorce mil kilómetros de posesión, alcanzando yo acuerdos con un total de ciento un jefes de tribus, diez de los cuales rechazaron la soberanía francesa al acatar la española. Entre sueldos y regalos, sobre todo a los jefes de Elobey Grande, Corisco y Cabo San Juan, gasté poco más de seis mil pesetas. También aproveché para hacer observaciones arqueológicas y zoológicas, y me cabe el honor de haber descubierto tres especies de mariposa, denominada Oxyrrheppes Iradieri, Mustius Zabalius Guineensis y Playyphullum Ossoriori. Todo lo relativo a este viaje lo he publicado en la Sociedad Geográfica Española de Madrid.

—¿Cómo se recibió su éxito en Vegadeo?

—Imagínese. Como mi fama se había extendido por toda Europa y América, el Ayuntamiento de mi pueblo no pudo excluirme por más tiempo, nombrándome hijo esclarecido en un Pleno municipal monográfico con fecha 4 de julio de 1886. Yo puse como única condición para aceptar que le inicuo Arango no estuviera presente en el acto.

—¿Volvió a África?

—Sí, en 1893, para codirigir el hospital de campaña que «El Heraldo de Madrid» había instalado en Melilla, para que hicieran prácticas los internos de San Carlos. Y en 1901 formé parte de la Comisión Oficial Española para establecer con Francia los límites de Río Muni y otros territorios del Golfo de Guinea. En 1903, Maura me incorporó a la Comisión de Reforma de estos territorios.

—¿También viajó por América?

—Sí, señor, por América del Norte y del Sur, entre 1889 y 1892. En 1896 marché a Cuba, como médico del Batallón de Voluntarios del Principado, y allá estuve hasta el final de la guerra.

—¿Y ahora?

—Ahora vivo con menos sobresaltos y aventuras. Contribuí a la fundación del Instituto Ruber, donde me dedico a la investigación de enfermedades de la piel y de los ojos, y permanecí una temporada en Alemania, ampliando estudios. En 1906 me casé con Josefa Rodríguez Carballeira, madre del famoso pianista Pepito Arriola, a quien a veces acompaño en sus conciertos por Europa y América. También publiqué, en inglés, un «Vocabulary of the Fang Language in Western África, South of the Equator».

La Nueva España · 21 de Enero de 2002