Ignacio Gracia NoriegaIgnacio Gracia Noriega


Gracia Noriega, Entrevistas en la Historia

Ignacio Gracia Noriega

Ignacio José de Merás Solís,
un hidalgo rural

Nacido el 27 de julio de 1738, fue regidor perpetuo de Tineo, Cangas y Luarca, gentilhombre de la cámara de Carlos III y, durante 38 años, mayordomo mayor del cuarto del infante don Luis

Anda un poco remontado, y con razón, don Ignacio José de Merás Solís, porque ha oído decir que ciertos franciscanos de la política, ciertos ideólogos de la tolerancia y del diálogo, ciertos dechados de la «corrección política» (cosa que don Ignacio no sabe qué es, ni falta que le hace saberlo), pretenden eliminar la referencia al pirata Barbarroja del escudo de Tineo. No sé cómo pudo haberse enterado. Pero cualquier referencia a ello no la lleva con paciencia.

—Si la heráldica tiene algún sentido, es el de constatar hechos históricos. Si aceptamos que se niegue que un bizarro hijo de Tineo mató y descabezó al terrible pirata Barbarroja, ¿para qué nos sirven los escudos? Lo mismo daría poner sobre ellos la media luna islámica que la bandera roja.

—Don Ignacio, hay que ser tolerante –le digo.

—Donde hay razón, no hay tolerancia posible. Ser tolerante con quien no lleva la razón o con quien pretende avasallarnos no es ser tolerante, sino idiota. Es darle la razón a la sinrazón, y bajarse los pantalones ante el primero que llega. Y diré más: si a un cristiano se le ocurre entrar en una mezquita, ha de descalzarse y hacer lo que los moros hagan. Lo que no me parece mal, porque nada se le perdió a un cristiano en una mezquita, y quien está en su casa impone su norma. En cambio, si un moro entra en un templo cristiano, nada se le exige. De manera que, tanto como yo no les digo a los moros cómo han de ser sus escudos, me niego a que los amigos de los moros digan cómo debe ser el escudo de Tineo.

—Se toma usted muy a pecho este asunto.

—¿Cómo voy a tomármelo, si soy descendiente del aguerrido Garci Fernández de la Plaza de Tineo, que mató a Aruch Barbarroja en Tremecén, por el tiempo de las cerezas? Y además, Barbarroja no era moro, sino cristiano renegado, hijo de un alfarero griego de la isla de Metelín, que es la misma que los antiguos llamaban Lesbos, famosa porque en ella nació la poetisa Safo. Conozco bien esta historia porque me documenté para escribir un poema heroico a la muerte de Barbarroja. Además, ¿cuándo ha visto usted a un moro con la barba pelirroja? El tema de Barbarroja está muy presente en nuestra casa. Mi hijo José María Merás Alfonso, que tuvo la desgracia de ser atacado de viruela a los 2 años de su edad, de lo que quedó ciego, por lo que firma su producción literaria con el donoso seudónimo de «Meriso Oftálmico», prepara desde hace años una tragedia titulada «Horruc Barbarroja», en parte inspirada en mi poema heroico, y que trata del hecho de armas del alférez Garci Fernández de la Plaza, natural de Tineo, por lo que solía añadir al apellido su procedencia, llamándose, por tanto, Garci Fernández de la Plaza de Tineo, que dio muerte en combate brazo a brazo al pirata berberisco que varias veces hemos nombrado y a otros cuatro moros que le acompañaban. Por eso en el escudo de Tineo figuran cinco cabezas cortadas de moros.

—¡Debió de ser bravo antepasado don Garci Fernández de la Plaza!

—¡Y que lo diga, Noriega! Era hijo de Ruy García de Tineo y cuñado de Sancho García de Merás, el que edificó el palacio de Tineo en 1525. Garci Fernández de la Plaza era veterano de otras guerras cuando sentó plaza como alférez en la compañía del capitán don Diego de Andrade, quien, a las órdenes del marqués de Comares, se disponía a sosegar a los piratas argelinos, que constituían el gran peligro para los navegantes por el Mediterráneo.

—¿Sabía su antepasado que se iba a enfrentar a tan feroz enemigo como Barbarroja?

—¡Claro que lo sabía! Y vaya por delante que don García no temía al pirata, sino, más bien, era el pirata Barbarroja quien le temía a él.

—¿Cómo es eso?

—Pues verá: anteriormente a esta expedición, Garci de Tineo (llamémosle así para abreviar) había servido a las órdenes del capitán Córdova, con quien embarcó en una galera que fue capturada por Aruch Barbarroja, y conducida a La Goleta. Garci de Tineo, como no se resignaba a la condición de esclavo, huyó disfrazado de turco, y después de volar un barco de los piratas, rescató a su capitán y ambos consiguieron refugiarse en la plaza de Bujía, en poder de los españoles. Por estos hechos obtuvo el grado de alférez. Pero, cercada la plaza, se le encomendó a mi antepasado el mando de una compañía de setecientos hombres, llamada «de la muerte», con la que mantuvo a raya a los piratas. Además de valiente y lidiador, era muy buen tirador tanto con cañón como con arcabuz. De un cañonazo le arrancó un brazo a un moro principal, que algunos piensan si no sería el propio Barbarroja, y de un tiro un tipo de arcabuz mató al moro Elías, que éste sí se sabe que era hermano de Barbarroja.

—Me deja pasmado, don Ignacio.

—Y más hechos se le atribuyen y que no voy a referir por no hacer interminable esta conversación. Vayamos al episodio principal, el de la muerte de Barbarroja, aliado, por cierto, del rey de Francia. ¡Para que nos fiemos de los franceses! Ante la insolencia de Barbarroja, don Carlos V envió contra él un ejército de diez mil veteranos escogidos, que sorprendieron al pirata en Tilimsan, al frente de quinientos hombres de guerra, que fueron batidos en toda la línea y por completo. Pero Aruch Barbarroja pudo recoger sus tesoros y huir; y sabiéndose perseguido por los españoles, dejaba caer riquezas sobre el camino, por procurar distraerlos de la persecución. Mas al mando de aquellos hombres iba mi antepasado, que no se dejó tentar por las riqueza abandonadas, ni por el hambre y la sed que lo acosaban, pues perseguía por terreno desolado. Pero si cansado iba don Garci, no menos iba Barbarroja, quien, al fin, se decidió a buscar refugio en un corral de cabras, protegido por delgada pared. Hasta allí fue a buscarle mi antepasado, a quien Barbarroja atacó con una pica, hiriéndole en un dedo y hendiéndole una uña. Don Garci reaccionó matándole y cortándole la cabeza. Luego envolvió su cabeza en una aljuba carmesí y la envió a Orán. Al hacerse el reparto del botín, la aljuba le correspondió a mi antepasado, el cual la donó al monasterio de San Jerónimo de Córdoba. El propio papa Urbano VI le agradeció aquella hazaña concediéndole el privilegio de unir el apodo de Barbarroja a su nombre. Y la reina Juana de Castilla y su hijo Carlos I le concedieron la facultad de pintar en su escudo de armas, de gules, la cabeza coronada del pirata Barbarroja, con su alfanje y bandera, orlado de cinco cabezas de turcos con el lema «Omnia vincit virtus». Enmendar ese escudo es tanto como proferir blasfemia.

Evitamos que don Ignacio se acalore cambiando de conversación. Senén González Ramírez le califica, en su libro «Hidalgos de armas poner y pintar en el concejo de Tineo», de «persona muy erudita». Además, don Ignacio es poeta. Le pedimos que, para compensar de tanto Barbarroja, nos diga algo de sí mismo, ya que este hidalgo, tan celoso de sus tradiciones familiares y del pasado de Asturias, pertenece a la ilustre estirpe de los ilustrados del siglo XVIII, y lo mismo escribe odas anacreónticas que se preocupa por las ciencias naturales y la geología, siendo el descubridor de una cantera de amianto en el concejo de Valdés, o publica noticias curiosas en el «Semanario Económico». No obstante, está cansado y como dedicó mucho espacio a Garci Fernández de la Plaza, da de sí mismo noticias más escuetas.

—Nací el 27 de julio de 1738, en el palacio de mis padres, en Cangas de Tineo, y fui bautizado el 31 del mismo mes en la iglesia de San Pedro, siendo uno de mis padrinos mi tío don Ignacio Queipo de Llano, catedrático de la Universidad de Valladolid.

—¿Y vivió para siempre en Asturias?

—No. Aunque fui juez por el estado noble y regidor perpetuo de Tineo, Cangas y Luarca, buena parte de mi vida transcurrió en la Corte, donde fui diputado por el Principado de Asturias, tesorero de la princesa de Asturias, gentilhombre de cámara de Carlos III con ejercicio y, durante 38 años, mayordomo mayor y gobernador del cuarto del infante don Luis. También soy académico de la Historia. El 31 de enero de 1802 fui destinado como jefe del cuarto del infante don Carlos, pero dimití al cabo de seis días, debido al mal carácter del infante.

—¿Y no aprovechó para regresar a Asturias?

—Pues no: me quedé a vivir en Madrid.

—Supongo que, con tantas ocupaciones, la poesía sería para usted un pasatiempo.

—¡De ninguna manera! Me considero acogido por Apolo bajo su protección.

La Nueva España · 22 de noviembre de 2004